Más abajo, la montaña del Montjuic está tan alta como siempre, aunque la cúpula de su palacio se empeñe en ostentar.
Pocas nubes, muchos pájaros.
Veo edificios. Todos tienden al ocre, por la mugre, por lo añejo,
o por lo precioso de ese color.
Parecen cajas, aunque no soy original,
el grandísimo Wells lo imaginó más de cincuenta años atrás.
Chupo el mate, Frida me busca con sus franeleos.
No voy a caer, tiene que aprender que no siempre es como se quiere.
Lo nota, se enoja, grita miau miau y se aleja.
El Sol calienta más de lo que se espera en este diciembre.
Cuento gruas, una, dos, tres, cuatro.
Barcelona nunca para de crecer.
Atención. Un vecino. Todos tenemos algo de voyeuristas en nuestro interior:
coge sus sábanas, las sacude, las dobla, se arremanga su pulover y vuelve a entrar.
Desde aquí, lujo del ático y sus alturas, puedo reirme de su inminente pelada,
pero soy culpable de violar su privacidad,
así que actúo como si no me hubiese percatado de sus entradas profundas.
A mi derecha, en la estación de trenes de Sants
una chimenea escupe humo blanco, horrible.
Creo que si me concentro puedo escuchar la tos de los pájaros que la rodean.
"Frida!" Está lamiendo la parrilla, restos de un auténtico asado a la argentina.
Mi autoridad fue y será nula con mi mascota,
Frida lamerá la parrilla hasta provocar el vómito,
venganza por haberla rechazado, es casi humana, diría yo.
¿Qué es eso? Esto es insólito. No puede ser real. Pareciera que invento, juro que no es así.
Humo negro del edificio vecino. Espeso, este sí que es horrible.
Ruidos de sirenas, bomberos, Guardia Urbana.
Suficiente contemplación.
Enciendo la televisión:
"noticia de último momento, en la calle Tarragona, de Barcelona, un edificio arde en llamas". Entrevistas, movileros y un hombre de 67 años que fallece pidiendo auxilio.