Por detrás, pasaba un niño en bicicleta.
Ella miraba esos labios que tantas veces había besado y ahora los encontraba irreconocibles.
El otro parecía no percibir su extrañeza: vomitaba idioteces con toda impunidad.
El niño se caía en la esquina. Chillaba, berrinches y ni un rasguño.
Su pelo había crecido, su ojo derecho brillaba y esa boca...
lacosaesquesiteponesapensaralfinalnoestuvomal.
La boca inauguraba una forma de hilvanar las palabras.
Ella la encontraba ofensiva, repugnante, altanera, viscosa.
Bajó el sol, del niño ni señales.
La boca finalmente pareció rendirse.
Poco a poco, el labio superior fue lentamente acercándose al inferior
hasta el punto que la lengua que allí habitaba quedó encerrada.
La boca quedó clausurada. Los labios petrificados.
La brisa del atardecer la hizo tiritar.
Los labios petrificados continuaban petrificados.
Y entonces pensó que igual era momento de seguir.
Y entonces se levantó de la hierba, acomodó su vestido,
se sacudió un par de hojas que tenía pegadas al culo,
miró por última vez a los labios petrificados,
deseando que digan algo,
que vuelvan al método de la palabra hilvanada,
de la voz inútil, del verbo memo.
Los labios petrificados.
Y entonces, era momento de seguir.